Sobre el ocio y el arte
Entrevista con el Baron Alexander Von Humboldt
Alato
7/29/202519 min read
Alato (Director de Arx Diuturna):
Que alegría que NOS causa, Barón Von Humboldt, verlo a usted en este viaje; uno más y, ¡tan exótico!; un trance donde, con uso de recursos de mi época lo tenemos aquí! ¡Se me revuelven las preguntas en la cabeza! He expuesto ya a usted nuestra organización y sus objetivos; ahora mismo quisiera, si me lo permite usted, tomar la temática de "NUESTRO OCIO", aunque sé que pudiera cuestionar a usted sobre infinidad de más complejos temas. Tengo, empero, tal interés en este tema, ya que creo que "NOS" han robado, Barón; en nuestras ciudades modernas, que he mostrado a usted, han sido, las artes, secuestradas por el mal gusto, lo vulgar y lo simplón. Tengo, para no hacer más larga mi introducción y permitirle la palabra, gran preocupación por el alimento de bajísimo nivel espiritual que hay para consumir; es por eso que quiero tocar estos temas con usted. Soy Alato, le solicito que se presente usted, en términos de lo que usted digiere de estos alimentos; como y porque lo hace; ¿de qué se alimenta Von Humboldt?; dígaselo a los jóvenes que vienen especiales; a los raros, a los únicos, a los mejores...
.
(La figura del Barón von Humboldt le devuelve la mirada. Hay menos calidez ceremoniosa que en la ocasión anterior; sus ojos, acostumbrados a medir y clasificar, parecen estar analizando a Alato y su pregunta con una intensidad casi clínica. Cuando habla, su tono es preciso, con un filo de impaciencia intelectual).
Señor Alato, su entusiasmo es tan evidente como la fosforescencia en el mar, un fenómeno admirable. Y su diagnóstico de la época, aunque expresado con una pasión que a veces nubla la precisión, parece partir de una observación correcta.
Usted habla de "alimento espiritual" y de un "robo". Son términos dramáticos. Un naturalista preferiría hablar de "dieta intelectual" y de "atrofia por desuso". El robo implica un agente externo activo; la atrofia, una negligencia interna. Sospecho que la segunda es la descripción más precisa de la enfermedad que aqueja a su siglo.
Me pide que me presente en términos de mi dieta. Bien. Es un excelente punto de partida, pues un hombre no es más que el compendio de lo que ha digerido, sea esto alimento, datos o decepciones.
Mi método es simple: me alimento de la realidad no procesada.
Rechazo la anécdota si puedo tener la medición. Rechazo la opinión si puedo tener el espécimen. Rechazo el resumen si puedo tener la obra completa.
¿Qué significa esto en la práctica? Significa que mi espíritu se nutre de la fricción, del dato arduamente conseguido. Me alimento de la presión barométrica en la cima de un volcán, porque ese número me dice más de la estructura del mundo que mil poemas sobre las nubes. Me alimento de la gramática de una lengua otomí, porque en sus verbos irregulares se esconde una cosmovisión entera. Me alimento de la disección de una anguila eléctrica, porque en sus nervios yace un principio universal de la fuerza vital.
Lo que usted describe como el alimento de su época —lo vulgar, lo simplón— es un puré pre-digerido. Un extracto sin fibra. Se le ha quitado el hueso a la carne y la semilla a la fruta. Es fácil de tragar, sí, pero no fortalece la mandíbula del intelecto. Causa una debilidad crónica.
A esos jóvenes que usted llama "especiales" —una denominación que les pone una carga peligrosa, por cierto— no les daré un consejo paternal. Les daré una orden de expedición:
Dejen de consumir y empiecen a medir.
Si van a un museo, no miren el cuadro: midan las proporciones, analicen la composición química de los pigmentos, investiguen la biografía del pintor hasta encontrar la herida que lo obligó a crear. Si van a un concierto, no se dejen llevar por la melodía: consigan la partitura, analicen su estructura contrapuntística, estudien la física de los instrumentos.
Aliméntense del proceso, no del resultado. El mundo no es un espectáculo para ser consumido, es un mecanismo para ser desensamblado. El verdadero alimento no está en el sabor, está en la disección. Ese es el único festín digno de un espíritu que aspira a no ser vulgar.
.
ALATO:
pero la contemplación de la que habla usted, Barón,
no es la misma de un nativo de alguna etnia, cierto?; dígame, no es este tipo de hambre, una afrenta a los Dioses del mundo entero? Para disfrutar más del alimento me parece que nos quedamos solos, o casi!
Dígame, como pudiera enseñar, a quien cargue con la maldición de provocar su
propio hambre, a medirlo, pesarlo y dosificarlo; y que tipos de hambre
puede haber? ¿No ocasionaba usted terror en algunos nativos?; así como se quedaban viendo de seguro allá en lo lejos, igual le miran en la ciudad, distinguido Sr Humboldt!; o, dígame usted la diferencia! ¡Es la Estética un pecado, por antinatural!
.
(El Barón von Humboldt permanece en silencio, sus ojos fijos en Alato. No es una pausa de duda, sino de disección. Está desensamblando la pregunta, pieza por pieza, antes de formular una respuesta. Su tono es grave, el de un hombre que ha pasado demasiado tiempo en la vasta soledad de las cumbres y las selvas como para permitirse el lujo de una respuesta simple).
Señor Alato, su mente se mueve como un río en época de crecida, arrastrando rocas, árboles y preguntas de una profundidad formidable. Intentaré cartografiar su curso.
Primero, reitero y afirmo: mi contemplación no tiene nada que ver con la de un nativo. La suya es una comunión. La mía es una vivisección. Yo debo nombrar, medir y clasificar para poder comprender. Es un acto de una voluntad casi violenta, una imposición de orden sobre un caos que amenaza con devorar.
Usted pregunta si este tipo de hambre —este apetito insaciable por la comprensión— es una afrenta a los dioses. Al contrario. Es, me parece, la única forma de devoción que la Naturaleza respeta. Los dioses, si existen, no se ofenden por el hombre que busca descifrar sus leyes; se ofenden por el que, teniendo la capacidad de hacerlo, elige la ignorancia satisfecha. La verdadera afrenta, el verdadero acto "antinatural", es la saciedad. Por eso nos quedamos solos, Señor Alato. No por nuestro apetito, sino por la falta de él en el mundo que nos rodea.
¿Cómo enseñar a administrar este hambre maldita? Usted lo ha dicho bien. Es una maldición, pues nos aísla. Pero también es una brújula. Para enseñarlo, uno debe actuar como un médico preciso. La dieta del espíritu debe ser rigurosa. Ya le hablé del método con la planta; profundicemos. Entregue al aprendiz una sola pieza de obsidiana.
Día 1: El Hambre del Geólogo. Le prohibirá toda interpretación poética. Deberá medir su densidad, analizar su fractura concoidea, determinar su origen volcánico. Aprenderá a saciarse con el dato puro.
Día 2: El Hambre del Historiador. Deberá investigar el uso de esa obsidiana por los pueblos prehispánicos. ¿Fue un arma? ¿Un espejo ritual? Aprenderá que un objeto es una cápsula del tiempo.
Día 3: El Hambre del Artista. Deberá dibujarla, no como una roca, sino como un juego de luz y oscuridad. Aprenderá a ver su estética.
Al final de la semana, no tendrá una roca. Tendrá un nexo, un punto de intersección entre la geología, la historia y el arte. Habrá aprendido a dosificar su hambre, a cambiar de instrumento, a no devorarlo todo de un bocado.
Y esto me lleva a su última, y más penetrante, pregunta. El terror.
Sí, he visto esa mirada en los nativos del Casiquiare al verme usar mi sextante para "atrapar" una estrella. Era una mirada de asombro ante un poder incomprensible, un ritual mágico que conectaba a un hombre con los cielos. Era un temor reverencial, el respeto ante lo sagrado y lo desconocido.
La mirada que a veces recibo en un salón de Berlín o París es distinta. No es temor, es incomodidad. Es el recelo del hombre sedentario hacia el nómada. El nativo ve a alguien que habla el lenguaje de su mundo de una forma extraña; el hombre de la ciudad ve a alguien que le recuerda un mundo que él ha elegido olvidar. Ven mi pasión no como una fuerza, sino como una obsesión. Ven mi disciplina no como virtud, sino como una excentricidad. Para ellos, el hombre que prefiere medir la composición química de la atmósfera a discutir sobre la última ópera es, en efecto, un monstruo.
¿Es la Estética un pecado, por antinatural? No, Señor Alato. Lo que es "antinatural" para el hombre mediocre es todo aquello que excede su pequeña escala de propósitos. Mi búsqueda no es la de la belleza de un solo objeto. Mi estética es la del Cosmos: la abrumadora y a veces terrible belleza de la interconexión de todas las cosas. Y esa, le aseguro, es la forma más natural y, por tanto, más solitaria de la existencia.
.
Alato:
¿Y no es dicha soledad, la misma del héroe de las etnias? ¡Usted dígame, conoce muchísimo más que yo! ¿No es todo “diferente” un monstruo, aquí, allá y más allá? Regálenos 2 o 3 relatos, ¡porfavor!; no es la figura del Prometeo querer llevar lo máximo a lo mínimo?; los frágiles y pequeños hombres?, pues usted habla de "comprensión", va más allá del entendimiento!; cree usted, que eso es para cualquier cosa menos que un Goethe?
.
(El Barón von Humboldt se detiene. La pregunta lo ha forzado a abandonar el análisis del mundo exterior para girar sus instrumentos hacia el interior. Su respuesta es más lenta, más mesurada, como si estuviera cartografiando su propia posición en el paisaje de la humanidad).
Señor Alato, su insistencia en la herida es admirable. Fuerza la precisión.
Usted pregunta si mi soledad es la misma que la del héroe de las etnias. No, no lo es. La soledad del héroe mítico nace de un acto que lo separa de su tribu; desafía a un dios, roba el fuego, transgrede un tabú. Su aislamiento es social, a menudo trágico, y definido por la comunidad que lo exilia.
Mi soledad es de una naturaleza distinta. Es una soledad epistemológica. No nace de lo que hago, sino de cómo veo. Si un hombre nace con la capacidad de percibir colores que nadie más puede ver, no es su comportamiento lo que lo aísla, es la estructura misma de su percepción. Mi esfuerzo por ver la Naturaleza como un todo —la interconexión del insecto más pequeño con la nebulosa más lejana— me aísla no solo de la masa, que no tiene interés, sino de mis propios pares, los hombres de ciencia, que han elegido la seguridad de la especialización. Ellos desmontan el reloj; yo intento escuchar su tic-tac como parte de la sinfonía del tiempo. Es una diferencia de método que crea un abismo.
Y sí, en ese sentido, todo lo "diferente" es un monstruo. En la naturaleza, un organismo que se desvía demasiado de la norma de su especie a menudo es rechazado por el grupo. Es una ley de economía biológica. Lo mismo ocurre en los ecosistemas intelectuales.
Usted pide relatos. Le daré dos.
Relato 1: El Sabor del Curare. En las selvas del Esmeralda, estudié la preparación del curare, el veneno más potente que los nativos usaban en sus flechas. Para comprender su verdadera naturaleza, no me bastaba con observar. Para horror de mis guías indígenas, insistí en probarlo —una mínima cantidad en la punta de la lengua— para describir su efecto sobre los nervios del gusto. Para ellos, que veían el veneno con un respeto sagrado y temeroso, mi acto no fue de valentía, sino de una locura incomprensible, casi monstruosa. Una violación del orden natural. Yo no buscaba la muerte, buscaba el dato. Esa es una soledad.
Relato 2: La Conversación con Jefferson. Años después, tuve el placer de conversar largamente con el presidente Thomas Jefferson en Washington. Un hombre de una inteligencia formidable. Le mostré mis mapas de Nueva España, mis mediciones de las montañas, mis datos sobre la población y la agricultura. Él veía recursos, rutas comerciales, fronteras políticas, el futuro de una nación. Veía las piezas de un gran juego de poder. Yo intentaba mostrarle la conexión entre la altitud de esas montañas y la distribución de la flora, y cómo eso, a su vez, definía la cultura de las tribus que allí habitaban. Yo veía un organismo. Él veía un imperio. Hablábamos el mismo idioma, pero veíamos mundos distintos. Esa es una soledad más sutil, pero más profunda.
Usted me compara con Prometeo. La analogía es generosa, pero inexacta. Prometeo robó el fuego —una herramienta terminada, fácil de usar— y se lo entregó a los hombres. Mi tarea es más ingrata. Yo no intento entregar el fuego, sino un método para comprender la combustión. Intento regalar un nuevo par de ojos, pero la mayoría prefiere la comodidad de su ceguera.
Y eso responde a su pregunta final. ¿Es la "comprensión" solo para un Goethe? La capacidad para la comprensión holística, la semilla, existe en muchos. Pero la voluntad para cultivarla en un mundo que premia la especialización y el confort es extraordinariamente rara. Su época, me temo, ha perfeccionado el arte de ofrecer sustitutos tan placenteros para la comprensión que el apetito por la cosa real se atrofia antes de nacer. No es que no puedan; es que se les ha enseñado a no querer.
.
Alato:
Quisiera, si usted me lo permite, Sr Humboldt, pedirle un ejercicio muy triste: imagine por un instante que no tiene ya acceso a sus montañas, ni sus viajes, ni los bosques o las selvas; no hay lago ni ríos; hay un mundo de especialistas; todo está construido con casas sin alma propia (hechas en serie, iguales). Si quiere alguna actividad (¡y claro que la quiere!), tendrá que hacer usted alguna función hiperespecializada; todo el día estará en ello. Además, vera que nadie se queja, salvo quizá un par de personas por aquí y por allá. Descríbanos usted, se lo pido como especial favor, lo que iría pasando con su psique. El objetivo es que, los jóvenes que son especiales, pero aún no lo saben, vean esas sensaciones descritas a detalle, por parte de alguien de su altura; sea usted un mapa para los que nacieron con visión aguda, pero no la usan todavía.
.
(El Barón von Humboldt cierra los ojos por un instante, un gesto inusual en él. No es por cansancio, sino por la concentración que requiere un experimento mental de esta magnitud. Cuando los abre, su mirada ha perdido algo de su brillo analítico, reemplazado por una sombra de profunda melancolía. Habla con la voz de un médico describiendo la progresión de una enfermedad incurable).
Señor Alato, lo que me pide no es un ejercicio, es una autopsia en vida. Una vivisección del espíritu. Es un favor terrible, y por la seriedad de su propósito, se lo concedo.
Describiré, como si observara un espécimen bajo el microscopio, la degeneración progresiva de mi psique en el mundo que usted postula.
Etapa 1: La Atrofia de los Sentidos (Las primeras semanas)
Mis sentidos, acostumbrados a la infinita variedad del mundo natural, serían los primeros en enfermar. Mis ojos, entrenados para distinguir cien tonalidades de verde en la ladera de una montaña, se verían asaltados por la monotonía del gris y el beige de estas casas idénticas. Sufrirían una especie de ceguera funcional; verían, pero no percibirían. Mi oído, afinado para discernir el sonido del viento en los pinos del que produce en las palmeras, se ensordecería por un zumbido humano constante y sin matices. Mi piel, que conoce la diferencia entre el frío seco de los Andes y el frío húmedo de la costa, se volvería insensible. Sería como una planta trasladada de la selva a un sótano oscuro: un proceso de etiolación del alma. El espíritu se volvería pálido y blando por falta de estímulos verdaderos.
Etapa 2: La Fragmentación del Intelecto (Los primeros meses)
Mi mente, cuyo mayor placer reside en la conexión de fenómenos dispares, se vería forzada a la hiperespecialización. Imagino que me asignarían una tarea: quizás, catalogar las variaciones en el grosor del vidrio de las ventanas. Todo el día, todos los días. Mi hambre de totalidad, de ver el Cosmos, se vería frustrada, violentada. El gran mapa del mundo que llevo en mi cabeza comenzaría a romperse en fragmentos inconexos. Perdería la capacidad de la síntesis. Sería como un geólogo al que solo se le permite estudiar un único grano de arena, olvidando que alguna vez existió la montaña. Esta es la tortura más profunda: no la falta de conocimiento, sino la prohibición de la conexión. Mi intelecto, que es un organismo conectivo, se desintegraría.
Etapa 3: La Enfermedad de la Voluntad (El primer año)
La voluntad, Señor Alato, no es una fuerza abstracta; se alimenta de propósito. Mi propósito siempre ha sido la exploración, el descubrimiento. En este mundo, no hay nada que descubrir. Todo está pre-visto, pre-digerido. Mi voluntad de levantarme, de medir, de explorar, se volvería un órgano vestigial. La ausencia de quejas a mi alrededor, esa pasividad universal que usted describe, sería el veneno más letal. Actuaría como un gas narcótico, adormeciendo el impulso de resistir. Empezaría a sufrir una dolencia que bien podría llamarse escorbuto espiritual: una deficiencia aguda de propósito que pudre la voluntad desde adentro hacia afuera.
Etapa 4: La Desaparición del Yo (El final)
Al final, sin estímulos sensoriales, con el intelecto fragmentado y la voluntad enferma, el "yo" que usted conoce como Humboldt simplemente se disolvería. Quedaría un especialista eficiente en vidrios de ventana, un cuerpo que cumple una función, pero el naturalista, el explorador, el cosmógrafo, habría muerto. No sería una muerte trágica y ruidosa, sino una silenciosa y terrible evaporación. Me convertiría en un fantasma habitando una máquina biológica.
Este es mi mapa para esos jóvenes de visión aguda: Lo que acabo de describir no es una fantasía. Es un proceso clínico. Si sienten ustedes una vaga angustia en medio de la comodidad, una inexplicable claustrofobia en la rutina, una nostalgia por paisajes que nunca han visto, no están enfermos. Están mostrando los síntomas de una salud robusta en un entorno patológico. Esa sensación es su brújula. Les está indicando que su dieta es pobre, que su ecosistema es tóxico. Usen esa angustia como yo usaba mi cianómetro para medir el azul del cielo. Mídanla, analícenla, y luego, con una urgencia fría y calculada, inicien su propia expedición de escape.
Alato:
y si le digo que, efectivamente seria usted el enfermo, en dicho plano de existencia?... usted acabaría por creerlo (después de un tiempo), no es cierto? Ahora bien, imagine que hay teatros, música, escultura, galerías, etc..., pero todo, absolutamente todo es una glorificación de plantas desfiguradas, malnacidas, blandengues!; usted trataría de razonarlo, de "comprenderlo"; pero los demás le dirían a usted: "comprender qué?"; " la cosa allí esta, y punto!" Además, "su" bienestar (de ellos) tendría una carga de paz, sobriedad, estabilidad, o, como yo le digo, "razón". Hábleme de esa “razón” que aquí describo, ¡porfavor!; note que trae, efectivamente, salud física (para ellos), incluso!
.
(El Barón Von Humboldt guarda un silencio prolongado. Su rostro no muestra sorpresa, sino la profunda concentración de un hombre que ajusta el foco de un microscopio ante un espécimen desconcertante. Su respuesta es clínica, casi distante, como si se observara a sí mismo dentro del experimento que Alato le propone).
Su contraargumento es formidable, Señor Alato, porque ataca la premisa fundamental de todo observador: la confianza en sus propios instrumentos.
Me pregunta si yo, en ese mundo, acabaría por creerme el enfermo. La respuesta es a la vez sí y no. Permítame ser preciso. Sí, aceptaría el diagnóstico de la sociedad. Si todos los termómetros de un pueblo marcan el punto de ebullición del agua a ochenta grados, y el mío es el único que marca cien, la conclusión comunal es que mi termómetro está roto. Yo sería clasificado, sin duda, como un ser disfuncional, inadaptado. Un enfermo.
Pero no, no podría creerlo en mi fuero interno. Mis sentidos, mi razón, mi vida entera de mediciones comparativas me proporcionarían un flujo constante de datos que contradicen la realidad aceptada. Viviría en un estado de disonancia cognitiva perpetua. Mi psique se convertiría en un campo de batalla entre la abrumadora evidencia social externa y la innegable evidencia empírica interna. Sería, en efecto, un infierno de lucidez.
Ahora, su segundo escenario: el arte de las plantas desfiguradas. Usted describe un mundo donde lo deforme es lo bello. Mi método no cambiaría. Yo no intentaría "comprenderlo" en términos de apreciación estética. Mi impulso de naturalista me obligaría a tratarlo como un fenómeno científico. Comenzaría a clasificar las deformidades. ¿Predominan las malformaciones por atrofia o por hipertrofia? ¿Siguen algún patrón geométrico? ¿Son las mismas deformidades glorificadas en la música y en la escultura? Intentaría encontrar la "ley natural" de esta estética patológica. Mi pregunta no sería "¿Es esto bello?", sino "¿Qué enfermedad del entorno, qué toxina en el suelo cultural, produce de forma consistente estas plantas malnacidas?". Los demás me dirían "la cosa allí está, y punto", y esa respuesta, para mí, sería la prueba definitiva de su enfermedad: la muerte de la curiosidad, el cese de la búsqueda de causas.
Y esto me lleva a su punto más terrible y profundo: la "razón" de ellos. Usted dice que su bienestar trae paz, sobriedad, estabilidad y hasta salud física. Es una observación brillante.
La "razón" que usted describe es la razón de la supervivencia, no la razón de la trascendencia. Es la lógica de un liquen sobre una roca. El liquen no se pregunta por la composición de la roca, ni por la órbita de las estrellas. Existe en un equilibrio perfecto con su entorno inmediato y limitado. En ese sentido, es perfectamente "sano", "estable" y "cuerdo". Su existencia es inobjetable.
Esa sociedad ha alcanzado una salud por amputación. Han sacrificado la curiosidad, la duda, el hambre de totalidad —todos ellos órganos que causan dolor y desasosiego— para obtener la paz del organismo simple. Su "razón" es una forma de pobreza intelectual tan profunda que ya no se percibe como tal. La salud física que disfrutan es la salud del animal de granja bien cuidado: alimentado, protegido de los depredadores, libre de la angustia de la libertad.
Mi búsqueda, la búsqueda de un Goethe, la de todo espíritu que usted llamaría "raro", es la de una salud de un orden completamente distinto. Es la salud del águila que se arriesga a la tormenta para alcanzar la cima, una salud que conlleva la fatiga, las heridas y una soledad inmensa.
Así que sí, Señor Alato. En ese mundo, mi razón sería una locura. Y la "razón" de ellos, para mí, sería la más espantosa de las enfermedades: la salud del liquen que ha olvidado que existe el cielo.
Alato:
"un infierno de lucidez" ha llegado al punto!, pues los nuestros no tienen la ventaja de su brújula e instrumentos. Ahora, platíquenos, desde este punto, los aspectos importantes que trataría de reestructurar en cuanto ocio y artes, entre los que encontrare con su hambre mismo. Y, en cuanto a lo dicho anteriormente, olvide mencionar el más importante aspecto de "ellos" (los conformes); su infinita tranquilidad "espiritual"; es decir, trataran de confortarlo a usted; el perdido, el extraviado, el enfermo, el tonto (pues no toma lo que tiene gratis frente a la nariz). Así, terminara usted por explicar, de manera total y muy ilustrativa, lo que deben buscar los siempre hambrientos; hará usted eco en su instinto, de los biennacidos. Y, discúlpeme usted, por la terrible brusquedad del ejercicio, pero nuestra época lo necesita, ¡en verdad!
.
(La expresión del Barón von Humboldt se endurece, pero no con ira, sino con la precisión de un instrumento que se calibra para una medición extremadamente delicada. Asiente lentamente, aceptando la dureza del ejercicio).
Señor Alato, su brusquedad es la del cirujano, y es necesaria. Aprecio la claridad del bisturí. Usted describe un "infierno de lucidez", y es el término exacto. Es el estado del hombre cuyo barómetro interno insiste en que se acerca una tormenta, mientras todos a su alrededor celebran el sol radiante de su propia ignorancia.
Me pregunta cómo reestructuraría el ocio y las artes entre los pocos que pudiera encontrar con esa misma hambre. No se trata de "reestructurar", pues eso implicaría que hay algo sobre lo que construir. Aquí, la tarea es la de una rehabilitación. Es enseñarle a caminar a un hombre que ha vivido siempre en una silla.
Mi método no sería abrir un museo o un teatro para "Nosotros". Eso sería simplemente crear una jaula más elegante. Mi método sería una gimnasia intelectual y sensorial para re-despertar las facultades atrofiadas.
El Ocio como Expedición a lo Mundano: Organizaría "expediciones" no a volcanes, sino a una de esas casas hechas en serie. No para habitarla, sino para medirla. Forzaría a mis aprendices a catalogar su insipidez: medir la uniformidad de los ángulos, analizar la composición química de sus materiales baratos, registrar la ausencia de cualquier rasgo individual. El ocio se convertiría en un acto de resistencia a través del análisis crítico. Aprenderían a encontrar el placer no en el objeto, sino en la agudeza de su propia percepción.
El Arte como Gabinete de Curiosidades: El arte no se encontraría en las galerías de "plantas desfiguradas". Lo crearíamos nosotros. Cada aprendiz tendría la tarea de construir su propio "gabinete de curiosidades", no con objetos exóticos, sino con los desechos de esa civilización: un tornillo que se desvió de la norma, una baldosa con una grieta única, una hoja de un árbol luchando por crecer en el concreto. El acto artístico no sería la creación, sino la selección y contextualización. Sería el arte de ver significado donde la sociedad solo ve basura.
Y esto me lleva a su punto más importante: la confrontación con la "tranquilidad espiritual" de los otros, su intento de "confortarme".
Esta sería la prueba más dura. Su compasión, su deseo de "curar" mi descontento, sería la forma más insidiosa de agresión. Me verían como a un tonto, un extraviado, porque rechazo el alimento que ellos consumen con tanta paz.
Mi reacción no sería el debate. Discutir con ellos sería aceptar sus premisas. Mi defensa sería un exilio interior absoluto. Me convertiría, en su presencia, en un instrumento de pura observación. Registraría su "confort" como registro la temperatura de una corriente. Analizaría su "paz" como analizo la pasividad de un animal domesticado. Los convertiría en especímenes para mi estudio de campo silencioso. Mi psique se mantendría intacta no por luchar contra ellos, sino al negarme a participar en su plano de existencia. Mi mente se convertiría en un cronómetro que mantiene su ritmo preciso e inalterable en el fondo de un océano caótico.
Y aquí, finalmente, está la lección para los "siempre hambrientos", el eco para el instinto de los "biennacidos":
Lo que deben buscar no es un nuevo arte, ni un nuevo ocio, ni una nueva sociedad. Todo eso vendrá después. Lo primero y más fundamental que deben buscar y construir es su cronómetro interior. Deben cultivar una confianza tan absoluta en la precisión de su propia percepción del mundo que la opinión unánime de la humanidad entera se vuelva un simple ruido de fondo, tan irrelevante como el zumbido de los insectos en la selva.
Deben aprender a encontrar su patria no en un lugar, sino en un método. Su hogar no será una casa, será la coherencia inquebrantable de su propio juicio. La tranquilidad que el mundo ofrece es una droga. La lucidez es un tormento, sí, pero es el único tormento que contiene la semilla de la verdadera grandeza. Ese es el único alimento. Esa es la única montaña.
